Cuestión de Honor
Hace algunos años ingresamos un nuevo Sefer Torá en la sinagoga de la que fui Rabino en Buenos Aires. Fue una celebración única; inolvidable y conmovedora. No
obstante, un festejo tan trascendente, se vio empañado por un trámite
bastante engorroso en el aeropuerto de Ezeiza.
El
Sefer Torá había llegado embalado desde EEUU. Los empleados de la aduana
miraban azorados a aquel exótico pergamino que recién había aterrizado en el
país. Hacían fila para mirarlo.
Sin embargo había un impuesto por pagar. Los
empleados miraban el Sefer como
recién aterrizado de otro planeta. Lo analizaban...
‘¡Esto es una antigüedad!’, me dijo un
empleado de la Aduana.
‘¿Cómo va decir que es una antigüedad?’ -le
dije- ‘¡Hace dos semanas se terminó de escribir en los EEUU!’.
‘¡Aun así!’, nos dijo el hombre. ‘Es una
antigüedad; y las antigüedades pagan el dos por ciento de impuesto. Es como
importar un reloj de pie suizo’, nos dijo mientras echaba un vistazo a una
interminable lista de tarifas aduaneras colgada en la pared.
Dos por ciento era mucho dinero. Sin embargo,
ya no era un tema económico...era una cuestión de honor. Pocas cosas podían
herir más mi orgullo judío que el hecho de catalogar a una Torá como a una antigüedad.
¿Cómo explicarle a ese funcionario que los
ecos del Sinaí resuenan hasta el día de hoy? ¿Cómo decirle –tal como nos cuenta
la Parashá de esta semana- que la zarza ardía pero no se consumía?
VeHine HaSne Boer BaEsh, VeHaSne Einenu Ukal
(Shemot 3, 2). La revelación es constante y
permanente; no está allí lejos en el pasado. Cada día volvemos a pararnos al
pie del Sinaí.
Unos pocos meses luego de aquel episodio en
la Aduana visitaba la ciudad de Nueva York y me senté a cenar en un restaurant chino kasher. Era jueves de noche, y viendo que el Shabat se
acercaba, me acerqué al mashguiaj del lugar y le pregunté por una
sinagoga cercana.
El joven -un muchacho
israelí ortodoxo- me sorprendió de entrada con su "menú": ‘¿Buscas
una sinagoga ortodoxa, conservadora o reformista?’, me preguntó.
‘Soy todo oídos....’, le dije esperando
escuchar su respuesta.
‘Mira...’, me explicó. ‘Acá a cinco cuadras
hay una sinagoga hermosa; vale la pena que vayas...A la vuelta de tu hotel
tenes otra, está más cerca...Una vez fui allá –me dijo. No vayas. No parece una
sinagoga, parece un museo’.
Sus palabras me impactaron...‘Parece un
museo’, me dijo.
Pensar en la Torá como antigüedad y en una
sinagoga como museo, equivale a firmar nuestra acta de defunción como
pueblo.
No estudiamos la Torá porque así lo hacían
nuestros padres. No venimos a la sinagoga porque así lo hacían nuestros abuelos. Es por nosotros que lo hacemos.
Eso, de hecho, esta sugerido al inicio
de cada Amidá. Allí, al abrir nuestra plegaria, decimos "E-lohenu
Ve-E-lohei Avotenu" (Dios nuestro –ante todo nuestro- y Dios de
nuestros padres).
Cuando la Torá habla de aquella zarza que
ardía y no se consunía, no está haciendo referencia exclusiva a un
extraordinario proceso químico. Nos está enseñando que la revelación divina se
prolonga con el correr de las genenaciones, tal como la voz del Shofar de Sinaí
iba intensificándose mucho (Shemot 19, 19).
Dijo al respecto Rabí Leví Itzjak de
Berditchev: Hay quien escucha el sonido del shofar de Rosh Ha-Shaná
durante todos los días del año y hay quien escucha el sonido del shofar de Matán
Torá durante todos los días de su vida.
Ni la Torá es una antigüedad, ni la sinagoga un museo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario