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jueves, abril 17, 2014

Shabat Jol HaMoed Pesaj

Afrontando nuestros éxodos

A inicios de los años 90' me desempeñé como capellán judío en la cárcel de Devoto, la penitenciaría más importante de la Ciudad de Buenos Aires.

Era por entonces muy joven, y estaba dando mis primeros pasos en el Seminario Rabínico. Sin embargo, atesoró esa experiencia de casi tres años como una de las más profundas lecciones que me ha dado mi carrera de Rabino.

Entre los internos del penal, solía visitar a un hombre de gran porte apellidado Vaisman. Se trataba de un hombre diabético de algo más de sesenta años. Llevaba casi diez años en el penal -y aun así- había logrado encontrar su lugar en aquel oscuro lugar. Los agentes penitenciarios lo conocían, y lo llamaban por el nombre. Solía trabajar en la cantina del penal. Y los presos –por su parte- lo respetaban, a pesar de su condición judía. Era un hombre alegre, inteligente y con mucha "calle", como solemos decir en Buenos Aires.

Vaisman salió finalmente en libertad al cabo de diez años. Estuve con él ese día esperándolo en la calle. A su salida, nos sentamos a tomar un café en el bar de la esquina de la cárcel y noté una mueca de preocupación en su rostro. Algo desentonaba. No era la mueca que esperaba ver en un hombre que había pasado diez años de su vida detrás de esos muros.

Vaisman sobrevivió tres semanas fuera de la cárcel. Un infarto fulminante lo sorprendió un domingo de mañana.

Recordé a Vaisman esta semana cuando repasé la historia del éxodo de Egipto. Vaisman ya estaba acostumbrado a esa realidad gris. Afuera no lo esperaba ni familia, ni pareja, ni trabajo. Allí adentro, atrás de esas rejas, Vaisman había logrado ser alguien. ¿Cómo llenar ese vacío que se generó al cruzar la puerta de Devoto con contenido y entusiasmo renovado?

Posiblemente ésta haya sido la mayor grandeza de Moshé. Todos sabemos que Moshé no logró traer a aquella generación a la Tierra Prometida. Sin embargo consiguió algo no menos importante: logró que aquella generación no regresara a Egipto. Y la razón de su logro, es que supo llenar el vacío que se generó al cruzar la frontera egipcia. Supo brindarles a ese grupo de esclavos una nueva razón para vivir, llenando sus vidas con la Torá que recibiera de manos de Di-s en el monte Sinaí.

Resulta interesante que el relato del éxodo de Egipto, reseñado en la Hagadá, comienza con la historia de Iaakov. De acuerdo a la gran mayoría de los comentaristas, a él se refiere la Torá cuando dice "Aramí Oved Avi" (Un arameo errante era mi padre) (Devarim 26, 5).

¿Por qué empezar justamente con él?

Tal vez para contrastar la realidad de Iaakov Avinu con la de la generación del desierto.

Iaakov afrontó los "éxodos" de su vida en la más absoluta de las soledades. Lo hizo sólo cuando salió de casa de su padre y cruzó el Iardén. Y también cuando escapó de casa de su su suegro Laván.

Posiblemente su pelea con el ángel sea el ejemplo más acabado de aquella soledad existencial que Iaakov supo afrontar. "Y quedó Iaakov a solas" (Bereshit 32, 25), dice la Torá como prólogo a su lucha. No es que Iaakov no haya tenido familia o seres queridos a su lado; los tenía. Ocurre que, a menudo, ciertas crisis en la vida se afrontan en soledad. Iaakov, a diferencia de la generación del desierto, no tuvo ningún Moshé que le sirva de brújula.

Todos tenemos algún "éxodo" en nuestras vidas. En la enorme mayoría de los casos, más de uno. Cambiar de país, sin duda es un éxodo. Pero también lo puede ser cerrar un negocio a mitad de la vida. O renunciar a un trabajo ingrato después de años de dedicación. O salir de prisión, como Vaisman. O divorciarse.

Divorciarse -y lo digo por haber atravesado esa amarga experiencia hace algunos meses- se parece bastante al éxodo de Egipto (con la salvedad de que aquí no se sale con "Rejush Gadol" –con grandes bienes- ni se dispone de un profeta que camine delante nuestro). Pero en todo los demás, ambas experiencias son equiparables. Y posiblemente, todo "éxodo" es equiparable al Exodo de nuestros antepasados.

Al inicio, el deseo de salir y –al mismo tiempo- el deseo de quedarse. Luego, el pasado que te va pisando los talones. Y el mar que brama por delante y nadie sabe cuando se abrirá. Y el vacío que debe llenarse con nuevo contenido.  

Ésa fue la auténtica grandeza de Moshé, que desde entonces guía con su impronta a todo quien afronte algún éxodo en su vida y está en búsqueda de una brújula. Es Moshé quien impulsa a llenar ese vacío con esperanza y contenidos renovados, y –lo más importante- quien enseña que a Egipto no se debe regresar nunca más.


martes, abril 08, 2014

Pesaj

Buscando el iPhocoman

Mi hija mayor me pregunta todos los años acerca de mi festividad preferida. Y yo, casi sin pestañar, le respondo "Pesaj"

Lo sé. Cuando llega la noche del Seder ni fuerza casi nos queda. Hemos limpiado armarios y hemos escarbado jametz en las "profundidades" de cada mochila y de cada bolsillo. Y sin embargo mi respuesta sigue siendo idéntica: me festividad preferida es Pesaj. 

Y la razón es que en esta festividad nada de lo que ocurre debe tomarse por sobreentendido.

Este año me detuve a investigar la historia del canto "Ejad mi iodea" y la razón de su inclusión en la Hagadá de Pesaj. Según se cree, este tradicional canto tiene origen en una célebre canción popular alemana e ingresó en la Hagadá de Pesaj recién hacia el fines del siglo 15.

Sin embargo, encontré una respuesta que –a la luz de lo que ocurre en nuestros días- me parece sumamente relevante. La Hagadá comienza con el "Ma Nishtaná" y finaliza con el "Ejad Mi Iodea". Al inicio de la Hagadá, es el niño el que pregunta y el padre quien responde. Al final, ocurre lo contrario: el padre pregunta "¿Ejad mi Iodea?" y el niño responde "¡Ejad ani iodea!"


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He dicho que nada de lo que ocurre en esta festividad debe ser tomado hoy por sobreentendido.

No se da por sobreentendido que cuando un niño pregunta su padre responde, y cuando un padre pregunta su hijo reacciona.

No se da por sobreentendido que un padre cuenta a su hijo una historia antes de irse a dormir.

No se da por sobreentendido que los niños esperan hasta el final de la comida para levantarse de la mesa.

Me resulta especialmente asombroso pensar cómo en la era de las comunicaciones, en la cual podemos conversar casi instantáneamente con amigos (o desconocidos) ubicados del otro lado del océano, resulte -a menudo- tan difícil establecer contacto y conversar con aquellos seres que habitan con nosotros bajo el mismo techo.


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Una miembro de mi congregación me contó que, hace algunos días, su hija adolescente invitó a una amiga a su casa.

Ella ingresó a la habitación a servirles una bebida y encontró a una de las jóvenes sentada frente al escritorio navegando por Facebook y a la otra recostada sobre la cama jugando con el iPhone. Ella "incautó" gentilmente los aparatos y les dijo: "Ahora...¡hablen!".

Pero finalmente, ésa es la escena que puede verse en casi cualquier casa en la que habitan niños o adolescentes.


Uno juega con el iPhone.
El otro, frente a la computadora.
La madre revisa mails.
El padre navega por facebook.

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Les propongo un ejercicio.

Supongamos que Moshé baja hoy del Monte Sinaí con la palabra de Di-s en sus manos. Seguramente no traería consigo dos tablas de piedra, sino más bien dos iPads cuarta generación.

Moshé descendería del monte, y no escucharía voces de alboroto provenientes del campamento de Israel. Tan sólo silencio...


El becerro, quedaría relegado a un costado, sin compañeros de baile.

Y mientras tanto, cada hijo e hija de Israel, estaría en su tienda, smartphone en mano, comunicándose con el mundo y aislándose de sus congéneres. Y Moshé –estoy seguro- partiría en pedazos sus dos "Tablets", también esta vuelta.


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Ante esta cruda realidad el precepto "Y le contarás a tu hijo" (Ve-Higadta Le-Binjá) cobra una nueva dimensión.

No se trata, tan sólo, de pasar la antorcha de generación en generación. Se trata de fortalecer los frágiles nexos de comunicación que existen (?) entre los miembros de la familia.

Se trata de dialogar. De que haya una mesa ordenada y servida, y una comida familiar que se inicie y que concluya exactamente a la misma hora para cada uno de los miembros de la familia (Mi corazón rebosó de alegría al ver que aquel rectángulo delgado que mis hijas corrieron a buscar al término del seder se llamaba Afikomán y no iPhone).

Pesaj es mi festividad preferida, porque nos proporciona un tiempo de calidad familiar que no abunda en nuestros días. Hoy ya no es necesario que los niños observen la matzá y el maror y pregunten por qué esa noche es diferente del resto de las noches.

Les basta con ver a su padre responder a sus preguntas y contándoles un cuento antes de ir a la cama.

Esa es razón más que suficiente para preguntar Ma Nishtaná.