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viernes, agosto 15, 2014

Parashat Ekev

Severidad y compasión

En el marco de los discursos de despedida de Moshé, la Torá menciona nuevamente el pecado del becerro de oro. Llama poderosamente la atención el contraste entre las duras palabras de Moshé –al inicio del relato- y la ferviente defensa que hace de su pueblo.

Moshé abre su dicurso diciendo:

"No digas en tu corazón, al repeler el Eterno tu Di-s a ellos delante de ti, diciendo: Por mi virtuosidad me trajo el Eterno a heredar esta tierra y por la perversidad de estas naciones el Eterno las expulsa de delante de ti. No por tu virtuosidad, ni por la rectitud de tu corazón (es que) tu vienes a  heredar su tierra sino por la maldad de estas naciones, el Eterno, tu Di-s, las expulsa de ante ti, y para cumplir la palabra que juró el Eterno a tus padres, a Abraham, a Itzjak y a Iaakov" (Devarim 9, 4-5).

Moshé dice al pueblo que son doblemente "afortunados". Los hijos de Israel irán a ingresar a la Tierra por mérito de los patriarcas y por demérito de las naciones que habitaban Canaan.

¿Merecimientos del pueblo de Israel?
De acuerdo a Moshé, ninguno...

Sin embargo, si leemos más adelante, podremos cotejar estas palabras con la actitud de Moshé luego del pecado del becerro de oro. Cuarenta días y cuarenta noches rezó Moshé ante Di-s a fin de lograr el perdón divino (Devarim 9, 25-29).

¿Cómo es posible que la misma persona censure al pueblo de semejante modo y luego implore por la gracia de Di-s?

Responderé ésto con una anécdota personal.

Nunca he sido un niño travieso o pendenciero. Buen alumno, buen compañero. Orgullo de toda madre judía, se podría decir. Sin embargo, en mi último año de la escuela secundaria tuve un serio incidente con una de mis docentes.

El verano insoportablemente húmedo de Buenos Aires invitó a algunos de mis amigos de clase a preparar una sustancia viscosa -agua, tempera y otros menesteres- que algún trasnochado de mi curso consideró refrescante.

Yo, me hice a un lado. Sin embargo terminé sucio como toda la escuela.

Con mi orgullo herido, comencé a perseguir al "victimario". Uno de ellos se refugió detrás de la profesora de Literatura Hebrea que acababa de ingresar a clase vistiendo una blusa de seda color salmón.

El final de la historia bien pueden ustedes imaginarlo. La directora de la escuela -quien tenía de mí el mejor de los conceptos- quiso expulsarme inmediatamente del establecimiento.

Regresé a casa con la frente marchita.

Conté la situación a mis padres y no recibí como respuesta nada muy diferente a lo que escuchó el pueblo de Israel de boca de Moshé. Las palabras me dolieron en lo más profundo del alma.

Sin embargo, aun puedo recordar la visita de mi padre a la escuela al día siguiente. A fin de cuentas, algún adulto responsable debía "dar la cara" por mí a fin de "salvarme" de la sentencia.

Allí, en la oficina de la directora, mi papá se transformó en "otro". Yo también.

Nuevamente me transformé en el "alumno-compañero ejemplar-orgullo de toda madre judía" al que hice referencia. Mi padre se transformó -por obra de gracia- en mi mejor abogado defensor.

¿Cómo es posible pues que Moshé sea el que condena al pueblo con sus palabras y –al mismo tiempo- interceda por el perdón divino?

La actitud de Moshé revela que ser severo y compasivo no necesariamente es contradictorio. Un padre y un maestro bien deben saber ejercitar ambas cualidades.

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