Severidad y compasión
En el marco de los
discursos de despedida de Moshé, la Torá menciona nuevamente el pecado del
becerro de oro. Llama poderosamente la
atención el contraste entre las duras palabras de Moshé –al inicio del relato- y
la ferviente defensa que hace de su pueblo.
Moshé abre su dicurso
diciendo:
"No digas en tu
corazón, al repeler el Eterno tu Di-s a ellos delante de ti, diciendo: Por mi
virtuosidad me trajo el Eterno a heredar esta tierra y por la perversidad de
estas naciones el Eterno las expulsa de delante de ti. No por tu virtuosidad,
ni por la rectitud de tu corazón (es que) tu vienes a heredar su tierra sino por la maldad de estas
naciones, el Eterno, tu Di-s, las expulsa de ante ti, y para cumplir la palabra
que juró el Eterno a tus padres, a Abraham, a Itzjak y a Iaakov" (Devarim
9, 4-5).
Moshé dice al pueblo
que son doblemente "afortunados". Los hijos de Israel irán
a ingresar a la Tierra por mérito de los patriarcas y por demérito de las
naciones que habitaban Canaan.
¿Merecimientos del
pueblo de Israel?
De acuerdo a Moshé,
ninguno...
Sin embargo, si leemos
más adelante, podremos cotejar estas palabras con la actitud de Moshé luego del
pecado del becerro de oro. Cuarenta días y
cuarenta noches rezó Moshé ante Di-s a fin de lograr el perdón divino (Devarim
9, 25-29).
¿Cómo es posible que la
misma persona censure al pueblo de semejante modo y luego implore por la gracia
de Di-s?
Responderé ésto con una
anécdota personal.
Nunca he sido un niño
travieso o pendenciero. Buen alumno, buen compañero. Orgullo de toda madre
judía, se podría decir. Sin embargo, en mi
último año de la escuela secundaria tuve un serio incidente con una de mis
docentes.
El verano insoportablemente
húmedo de Buenos Aires invitó a algunos de mis amigos de clase a preparar una
sustancia viscosa -agua, tempera y otros menesteres- que algún trasnochado de mi curso consideró refrescante.
Yo, me hice a un lado.
Sin embargo terminé sucio como toda la escuela.
Con mi orgullo herido,
comencé a perseguir al "victimario". Uno de ellos se refugió detrás
de la profesora de Literatura Hebrea que acababa de ingresar a clase vistiendo
una blusa de seda color salmón.
El final de la historia
bien pueden ustedes imaginarlo. La directora de la escuela -quien tenía de mí
el mejor de los conceptos- quiso expulsarme inmediatamente del establecimiento.
Regresé a casa con la
frente marchita.
Conté la situación a
mis padres y no recibí como respuesta nada muy diferente a lo que escuchó el
pueblo de Israel de boca de Moshé. Las palabras me dolieron en lo más profundo
del alma.
Sin embargo, aun puedo
recordar la visita de mi padre a la escuela al día siguiente. A fin de cuentas,
algún adulto responsable debía "dar la cara" por mí a fin de
"salvarme" de la sentencia.
Allí, en la oficina de
la directora, mi papá se transformó en "otro". Yo también.
Nuevamente me transformé
en el "alumno-compañero ejemplar-orgullo de toda madre judía" al que
hice referencia. Mi padre se transformó -por obra de gracia- en mi mejor abogado
defensor.
¿Cómo es posible pues
que Moshé sea el que condena al pueblo con sus palabras y –al mismo tiempo-
interceda por el perdón divino?
La actitud de Moshé revela
que ser severo y compasivo no necesariamente es contradictorio. Un padre y un maestro
bien deben saber ejercitar ambas cualidades.
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